Los que pensamos que Montesquieu no ha muerto celebramos con júbilo el control judicial de la discrecionalidad administrativa, por lo que supone de garantía en el adecuado equilibrio de los poderes públicos y salvaguarda de los derechos de los ciudadanos. En este sentido, debemos destacar la reciente jurisprudencia dictada respecto de la controvertida tasa por utilización privativa o aprovechamiento especial del dominio público local.
El pasado 31 de octubre de 2013 el Tribunal Supremo dictó varias sentencias, con idéntica ratio decidendi, en virtud de las cuales anula las ordenanzas municipales dictadas para la regulación de dicho tributo por diversos Ayuntamientos, así como las liquidaciones tributarias practicadas en aplicación de las mismas. Para el alto tribunal, la cuantificación de una tasa no puede quedar al albur de la discrecionalidad administrativa, algo que entrañaría una auténtica violación del principio constitucional de seguridad jurídica, sino que su determinación debe realizarse en función de las variables objetivas que la ley ha fijado como esenciales para su establecimiento, esto es, la utilidad o el aprovechamiento obtenido por el contribuyente.
Las tasas no son impuestos, sino tributos respecto de los cuales resulta predicable el principio de equivalencia, esto es, deben exigirse con relación al valor de mercado de la utilidad derivada del aprovechamiento singular obtenido por el particular de un bien de dominio público. Por tanto, el tribunal considera ilegal que para la determinación de dicho valor se utilicen variables que no aparecen vinculadas en concreto a la misma, sino que tienen carácter genérico, como son los kilómetros de líneas de transporte o distribución de energía eléctrica o los ingresos totales obtenidos por las compañías titulares de dichas instalaciones.
Incluso determinadas ordenanzas, ahora anuladas, habían pretendido hacer tributar a las empresas por el número de kilómetros de tendido eléctrico dentro del municipio, con independencia de que se cruzaran terrenos de dominio público, patrimoniales o privados, haciendo una auténtica abstracción del hecho imponible de la tasa que, como su propio nombre indica, ha de circunscribirse al dominio público municipal.
Nuestro Estado tiene un nivel de descentralización y desconcentración competencial muy acusado. Esta situación hace que los ciudadanos deban tratar en su día a día con diversas Administraciones para la realización de gestiones y trámites. Quienes más sufren la fragmentación de competencias entre entes públicos son las empresas, sobre todo si extienden su actividad económica más allá del ámbito territorial de una comunidad autónoma.
Se exige a los emprendedores un elevado coste para el cumplimiento de las obligaciones a su cargo establecidas por cada uno de los niveles territoriales del Estado. O pagan por ello, en ocasiones suponiendo una sangría inasumible para la actividad económica desarrollada, o han de atenerse a las consecuencias represivas y sancionadoras derivadas de los incumplimientos, muchas veces involuntarios.
Esta situación es muy relevante en el ámbito tributario. Un ejemplo ha sido expuesto con anterioridad. Imaginemos por un momento a más de 8.000 corporaciones locales regulando las tasas por aprovechamiento del dominio público municipal: cada una con sus propias reglas para la determinación de la base imponible, con la fijación de distintos tipos de gravamen, con plazos de declaración e ingreso distintos…
Y lo mismo ocurre a nivel autonómico, donde hemos presenciado la aprobación de impuestos propios de diversa índole por algunas comunidades autónomas en los últimos años. Algunos de estos tributos autonómicos han tenido y tienen un importante impacto en la cifra de resultados de las distintas compañías. Y no sólo por la cuota tributaria derivada de los mismos, muchas veces desproporcionada si se tiene en cuenta que la mayoría de estos impuestos tienen, supuestamente, un carácter extrafiscal, sino, una vez más, por los costes adicionales ligados al cumplimiento de unos criterios o requisitos formales que, la mayoría de las veces, divergen sustancialmente entre unas comunidades autónomas y otras.
Lo anteriormente expuesto nos lleva a reflexionar sobre la idoneidad de la situación actual, que creemos mejorable. Así, podemos indicar la conveniencia de que se revisen las competencias normativas de los entes territoriales en materia tributaria, de modo y manera que se eviten las importantes distorsiones actuales que está provocando en el desarrollo de la actividad económica la proliferación de figuras tributarias propias por parte de ayuntamientos y comunidades autónomas.
En particular, resultaría deseable que, con independencia de a quién se atribuyan los fondos recaudados, la existencia de tributos locales o autonómicos con incidencia en la actividad económica cuenten una estructura común de carácter estatal, lo que supondría un aumento importante del nivel de seguridad jurídica. En este sentido, las diferencias en la regulación por parte de los diferentes entes territoriales deben estar circunscritas a elementos objetivos y con límites en cuanto a su diferenciación territorial, de modo que se eviten tanto la arbitrariedad como las distorsiones a la competencia derivadas de un exceso en el margen de actuación de cada Administración. Esta acomodación de las potestades tributarias de los entes territoriales supondrá, además, una deseable reducción en el coste del cumplimiento de las obligaciones tributarias.
Confiamos que el proceso de reforma tributaria que ahora se inicia ponga un poco de orden entre tanto desconcierto, aumentando la competitividad de nuestro tejido empresarial. Los ciudadanos, con toda seguridad, lo agradecerán.