Ante la inminente presentación pública del informe que el gobierno ha encargado a la Comisión de expertos para la reforma tributaria, fundamento de una inmediata propuesta gubernamental de adaptación de nuestra normativa fiscal, caben algunas reflexiones.
En primer lugar, los equilibrios a que obliga la contención del déficit público (65.000 millones de euros en 2013) podrían conducir a la implantación escalonada de ciertas medidas de reducción de la carga fiscal. Por ejemplo, una disminución de tipos en el Impuesto sobre Sociedades se fraccionaría en una serie de años. Pues bien, la mejora del escenario económico que vive España (la previsión de crecimiento del PIB en 2014 es del 1%) debería permitir el anticipo de tales medidas, o en general la compresión de sus calendarios de introducción, en la confianza de que las mayores bases imponibles previstas sobrecompensarán el coste recaudatorio de los cambios a la baja en los tipos.
La bondad de la anticipación sería sobre todo patente en el IRPF, calculado a partir de tipos excesivos, desincentivadores de la actividad económica. El cambio habría de aprovechar sobre todo a las rentas bajas y medias, e incluir la supresión del “gravamen complementario” agregado a las tarifas del Impuesto desde 2012 con vocación explícita de temporalidad, pero aún vigente en 2014.
En segundo lugar, habrían de limitarse los efectos colaterales no deseables de las medidas que se propongan. Así, cuando una entidad tiene bases imponibles negativas (pérdidas) de ejercicios pasados, pendientes de compensación, su balance recoge como un activo más las cuotas tributarias que ahorrará descontando aquellas bases de sus beneficios futuros. Pero esas cuotas se calculan al tipo impositivo vigente, y por ello una reducción de tipos también reduce los activos de la empresa y sus fondos propios. En sectores muy afectados por la crisis, incluso receptores de fondos públicos, el efecto precisaría de medidas paliativas.
En el mismo sentido, pueden ser contraproducentes los aumentos de tipos en el IVA o los Impuestos Especiales que persigan mayores ingresos. Porque, como se ha constatado en el pasado, los consumos gravados pueden caer en mayor proporción de lo que suben los tipos, y con ello incluso perderse recaudación (más si se atiende a los efectos globales para el conjunto de figuras tributarias afectadas).
Una tercera e importante cuestión es la necesidad de ordenar desde el Estado la fiscalidad autonómica y local, afectada por una pléyade de figuras tributarias descoordinadas, muchas de ellas burdas y de finalidad sólo recaudatoria. Son tributos que fragmentan el mercado, elevan los costes de cumplimiento fiscal y ahuyentan a los inversores nacionales y extranjeros. El Estado debe regular un conjunto prudente de tributos sustitutivos, dando competencias normativas razonables a los correspondientes niveles administrativos.
Para finalizar, el nuevo sistema tributario ha de ser incentivador del crecimiento (también en el plano internacional), más sencillo y más seguro. Porque tan importante como el sistema es su aplicación práctica. A los contribuyentes se les ha de pedir buen cumplimiento fiscal; y a las Administraciones públicas, control prudente de los tributos (control sin duda necesitado en el ámbito estatal de más medios materiales y humanos), sin abandonar la reducción del gasto.