Son tiempos de posible mudanza política y por ello de reflexión sobre los cambios más aconsejables en nuestro sistema tributario. No es objetivo de este breve artículo entrar en el detalle de las modificaciones factibles, pero sí identificar tres importantes ámbitos de mejora.
Uno: calidad y estabilidad
Por la mayor calidad y estabilidad de las normas tributarias. En la película Interestellar, el protagonista, tras evitar la pérdida de su nave espacial gracias a una compleja maniobra, exclama: “Vale, ¡a por el siguiente truco!”. Es la misma sensación de muchos fiscalistas tras la aprobación a finales del año pasado de la Ley 38/2022, de lamentable nivel técnico, a la espera del siguiente dislate gubernamental. Las normas tributarias determinan un sacrificio económico para los ciudadanos y por eso necesitan de especiales cimientos morales, jurídicos y económicos.
No debería caber, por tanto, que, como ha ocurrido con aquella ley, se hurte dolosamente a los ciudadanos el trámite de información pública, se cieguen los informes de órganos expertos (como el Consejo de Estado) o se introduzcan nuevos impuestos como paracaidistas en los trámites de enmiendas (así se ha hecho con el impuesto de solidaridad de las grandes fortunas).
A futuro, nuestros decisores públicos deberán desde luego evitar ocurrencias antijurídicas y antieconómicas. Pero en general, habrán de dotar de la mayor transparencia y seguridad jurídica al sistema tributario, evitando sus cambios continuos; facilitando disposiciones generales interpretativas de las normas más difíciles; resolviendo las consultas tributarias de manera completa, precisa y en plazo (y con personal propio de la Dirección General de Tributos, sin “préstamos” de otras instituciones); poniendo el foco en los Acuerdos Previos de Valoración (Advanced Pricing Agreements o APA) para operaciones complejas, pactados entre los contribuyentes y la Administración, subcontratando para ello personal especializado si fuera necesario; y desarrollando de una vez el “cumplimiento cooperativo”(relación de la Administración tributaria con las grandes empresas en la que, a cambio de la mayor transparencia de estas, la AEAT ayuda a la entidad a determinar correctamente sus cuotas tributarias). En general, se trata de asentar de manera eficaz las actuaciones preventivas, que para ello habrán de introducirse convenientemente en los planes de objetivos de la Administración tributaria.
Dos: presión fiscal
Por la reducción de la presión fiscal, generando expectativas favorables, a la vez que se modera el gasto público. La imposición supone una privación para los ciudadanos y distorsiona el correcto funcionamiento del sistema económico. Por tanto, dado que los tributos son esencialmente instrumento de financiación del gasto público, es fundamental ab initio que este sea el mínimo imprescindible para cumplir con los objetivos de prestación de servicios públicos y de redistribución de la renta. Hablar de nivel de imposición sin antes plantear un nivel prudente de gasto público es otro de los “trucos” habituales de ciertos poderes públicos.
Asombra constatar que la Componente 29 (“Mejora de la eficacia del gasto público”) del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia elaborado por el gobierno español para acoger los fondos europeos, no contiene referencia alguna a la moderación del gasto público en el futuro. De ahí que, no podía ser menos, la Componente 28 del Plan (“Adaptación del sistema impositivo a la realidad del siglo XXI”) plantee que nuestra presión fiscal (cociente entre la recaudación tributaria y de Seguridad Social, y el PIB) debe igualarse a la de los países vecinos.
Pero si en España disponemos de menor renta per cápita y creemos en la progresividad del sistema tributario, nuestro nivel de imposición también debe ser por ello menor. Además, según la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) la presión fiscal ha aumentado de manera muy importante en los últimos años. Más aún, el aumento de impuestos nos haría perder competitividad internacional (por el traslado a precios y por la menor inversión foránea) e incentivaría el fraude. Es razonable la reducción fiscal que algunos plantean, deflactando la tarifa general del IRPF, para evitar la trampa de la progresividad “en frío”. En 2022 la recaudación por ese impuesto, el de mayor capacidad recaudatoria de nuestro sistema, aumentó un 15,8% (casi 15.000 millones de euros), de manera mecánica ante la subida salarial (+2%), aun quedando esta por debajo de la inflación (+8,4%). Es así que los salarios reales se han reducido (-6,4%, por diferencia entre las cifras anteriores, -5,3% según la OCDE), perdiendo los ciudadanos capacidad adquisitiva, y, sin embargo los mayores salarios nominales han determinado un mayor porcentaje de impuesto.
Más allá, se debe ser cauteloso en los planteamientos de reducción impositiva hasta tener sujeto el nivel de gasto público. Sí sería interesante, en términos de marketing público y de generación de expectativas favorables, la emisión de señales representativas de aquella filosofía, de coste recaudatorio moderado, como la reducción en algunos puntos del tipo general del Impuesto sobre Sociedades (hoy del 25%), graduada a lo largo de dos o tres años; o como la recuperación al 100% de la exención de dividendos y plusvalías de cartera en ese mismo impuesto; o como la mejora del tratamiento en el IRPF de las ganancias de patrimonio obtenidas a medio o largo plazo.
Tres: esfuerzo de I+D+I
Por el más decidido esfuerzo de investigación, desarrollo e innovación (I+D+i). Se ha dicho que “el futuro no hay que preverlo, hay que inventarlo” (Alan Kay). Si creemos que en la I+D se encuentra el embrión del mejor futuro, no cabe otra que apuntar decididamente desde lo público a ese objetivo. De momento en España no vamos bien. Según el reciente European Innovation Scoreboard 2023 seguimos acomodados en el furgón de los mediocres de la Unión Europea, como país “moderadamente innovador”, en el puesto 16 de los 27 Estados Miembros, por debajo de la media europea (nos encontramos en el 89,2% de esa media, y muy por debajo en algunos indicadores, como el de “innovación en pymes”).
Más allá de la relevancia del gasto público para impulsar la investigación, existe consenso en la eficacia potencial de los incentivos fiscales a la I+D, por ser de acceso inmediato a cualquier empresa que satisfaga las condiciones legales para ello. En particular, la deducción por actividades de I+D+i permite reducir la cuota del Impuesto sobre Sociedades —accesible también a las personas físicas en el IRPF— o monetizar el incentivo (es decir, recuperarlo directamente como devolución tributaria) bajo ciertas condiciones.
De nuevo en este particular ámbito se echa enormemente de menos la seguridad jurídica. Las condiciones de aplicación del incentivo son objeto habitual de comprobación tributaria, desde criterios muchas veces excesivos. Los llamados “informes motivados”, expedidos por órganos públicos especializados que acreditan la innovación y que deben ser respetados por la AEAT, no se obtienen en plazos razonables y amparan solo la calificación de la innovación, y no los concretos importes aplicados a ella (salarios de investigadores, costes de consumibles, etc.). Por otra parte, es muy difícil obtener un APA si se trata de inversiones en I+D de cuantía no tan elevada.
Todo ello necesita de inmediata revisión para que, al menos en el ámbito de las ventajas fiscales, no se pierda impulso investigador.
Salvador Ruiz Gallud, socio director de Equipo Económico y exdirector de la Agencia Tributaria
Fuente: El Confidencial