El crecimiento de la inflación ha dejado ya atrás su punto álgido en gran parte del mundo y está ahora reduciendo su ritmo de avance. Gracias a la suavización en los últimos meses de las tensiones en las cadenas globales de valor que se venían registrando desde la irrupción de la pandemia del covid-19 y a la bajada de los precios de las materias primas, incluidos los productos energéticos, hasta niveles previos al comienzo del ataque ruso a Ucrania. También como consecuencia del viraje de la política monetaria de los bancos centrales, con la retirada de parte del exceso de liquidez existente y del incremento de los tipos de interés para la consecución de sus objetivos de precios a través de una menor demanda.
No obstante, se ha puesto claramente de manifiesto que el actual proceso inflacionista es un fenómeno mucho menos transitorio de lo que las autoridades monetarias estimaban inicialmente y que supera al mero componente energético. Continúa así un intenso debate internacional sobre si caminamos en el medio plazo a una situación de estancamiento secular, definido por una carencia crónica de demanda y con crecimientos de PIB y precios muy reducidos, o si por el contrario tendremos que hacer frente en los próximos años a una inflación estructuralmente más alta. Por el momento, pese a su moderación, las principales instituciones internacionales consideran que las presiones inflacionistas continuarán elevadas este año y el próximo.
En España, la reducción de los precios de la energía ha permitido que la inflación venga moderándose este año a un mayor ritmo que en la eurozona, tras haber crecido los precios en los meses previos claramente por encima. De forma que el crecimiento del IPC se ha situado en el mes de mayo en el 3,2% interanual, por debajo del 4,1% del mes anterior y de las cifras en torno al 6% de comienzos de año. Este menor avance del índice de precios se sitúa también en línea con el relevante peso del efecto base durante los primeros meses de este año, por comparación con el intenso ritmo al que ya crecían durante esas mismas fechas el año pasado.
Sin embargo, destaca el elevado aumento de la inflación subyacente, que creció todavía el 6,1% interanual en mayo, aun cuando durante el mismo mes del año pasado ya estaba registrando crecimientos significativos. Por tanto, el encarecimiento del coste de la vida, que comenzó siendo un fenómeno importado, está ahora enraizado en la economía española.
Mientras tanto, en el mercado de trabajo no se han registrado hasta ahora efectos significativos de segunda ronda en términos de retroalimentación entre el crecimiento de precios y salarios. En este sentido, hay que valorar positivamente el acuerdo de actualización salarial alcanzado entre los agentes sociales, sobre todo por su contribución al anclaje de las expectativas de inflación durante este año, más que por las probabilidades de que pueda cumplirse a lo largo de todo el periodo del acuerdo y en dos legislaturas diferentes.
En este escenario, en Equipo Económico (Ee) prevemos que el aumento medio anual del IPC será del 4,2% en 2023 y del 3,1% en 2024. Consideramos que la convergencia hacia el objetivo del 2% establecido por el BCE se lograría solo a finales de 2024. Estimamos que el IPC subyacente crecerá por encima del IPC general, de manera que aumentará en media anual el 4,9% en 2023 y el 3,4% en 2024. Pese a su reciente moderación, la inflación se mantendrá arraigada, y durante todo 2023 continuarán además las divergencias entre los sectores de la economía española en cuanto a la intensidad del crecimiento de los precios.
Frente a las todavía fuertes presiones inflacionistas, el BCE cuenta con margen para endurecer su política monetaria, generando progresivamente una mayor restricción en la concesión de crédito. Los efectos en la economía real no se harán esperar en cuanto a una disminución de la inversión y consumo. Aunque, en el panorama actual de fuerte heterogeneidad entre los registros de inflación de los países de la eurozona, el control de la espiral inflacionista pasa por el anclaje de las expectativas a través de una mayor coherencia de la política económica de los estados miembros. Sus políticas fiscales y los necesarios impulsos en materia de reformas estructurales deberían ir en consonancia con la política monetaria, para no causar mayores desequilibrios.
Teniendo en cuenta que volúmenes elevados de endeudamiento público aumentan las expectativas de inflación, y ante el incremento de costes de financiación y de volatilidad financiera, el debate sobre la sostenibilidad de la deuda vuelve con fuerza en Europa.
Pero España se sitúa de nuevo a contracorriente debido a los desajustes acumulados en sus cuentas públicas, y pese a que la inflación viene facilitando un aumento artificioso de la recaudación tributaria. Aun así, no parece que en el muy corto plazo el nuevo contexto político, ante la convocatoria de elecciones generales el próximo 23 de julio, haga factible que se eliminen durante las próximas semanas las medidas fiscales implementadas en España para hacer frente a la inflación y que esto pudiera contribuir a aliviar el gasto público.
Sí es más evidente que, con el comienzo de la próxima legislatura, será necesaria una vuelta a la consolidación fiscal en España, que vendrá de nuevo impulsada desde Europa para controlar los elevados niveles de déficit y deuda públicos. Se trata de construir las bases para un crecimiento sostenido en el tiempo y para el control de las persistentes expectativas inflacionistas frente a escenarios de materialización de nuevos riesgos, que necesitarían además de una mayor restricción de la política monetaria y que llevarían a un menor crecimiento y creación de empleo.
José María Romero Vera es Director de Economía e Internacional en Equipo Económico (Ee).
Fuente: Cinco Días