Conflictos fiscales innecesarios y principio de buena administración.

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En unos de sus libros, David Sinclair, profesor de Medicina de la Universidad de Harvard, se refiere a sus primeros años de trabajo en el laboratorio y su sorpresa al comprobar que la molécula de la vida, el ADN, resiste durante horas en agua hirviendo. También los actos administrativos, una vez que echan a andar, manifiestan una persistencia que los legos en estas cuestiones no llegan a imaginar. Es difícil conseguir la anulación de las actuaciones administrativas, aunque sean poco razonables o injustas.

Entre otros ámbitos y por razones diversas, en materia de control tributario los criterios administrativos escapan a veces de la razonabilidad, generando situaciones de conflicto innecesario.

La Administración tributaria dispone de un arma muy poderosa, como es la ejecutividad de sus decisiones, que se traduce fundamentalmente en la obligación de pago de las deudas que liquida, incluso cuando el contribuyente no está de acuerdo con ellas, las recurre ?en ese caso al menos debe garantizar el pago futuro? y finalmente se reconocen injustas.

El problema es de tiempos, porque las decisiones de los órganos económico-administrativos primero y, en su caso, de los judiciales después, se demoran años.

En esas circunstancias, toca a la Administración poner especial cuidado en sus actuaciones, so pena de atropellar derechos ciudadanos injustamente. A estos efectos, el principio de buena administración viene obteniendo creciente reconocimiento judicial, incluyendo la idea de  buena fe exigible a los poderes públicos y de tratamiento imparcial y equitativo de los asuntos de los administrados [1], a partir de la idea de seguridad jurídica (art. 9.3 CE) y de la obligación de la Administración Pública de servir al interés general, de manera objetiva y con sometimiento pleno a la ley y al Derecho (art. 103.1 CE).

Recuérdese que nuestra Ley de Sociedades de Capital exige a los administradores de una entidad que desempeñen su cargo y cumplan con los deberes impuestos por las leyes y los estatutos con la diligencia de un ordenado empresario. Qué menos que exigir esa misma diligencia a nuestros gestores públicos, cuando irrumpen en la vida de los ciudadanos con la pretensión de graduar la relación jurídico-tributaria.

El problema aflora cuando ese principio de buena administración no se respeta ab initio por los poderes públicos y su efectividad debe esperar, por ejemplo, a una resolución judicial última que lo imponga a una Administración poco diligente.

En ese escenario debe ponerse de manifiesto la vigente falta de iniciativas públicas para evitar la litigiosidad generada como consecuencia del control tributario, más allá de la previsión de reducción en ciertos casos de las sanciones tributarias incluida en el proyecto de ley de medidas de prevención y lucha contra el fraude fiscal, que sin embargo contiene muchas otras disposiciones nada respetuosas con los derechos ciudadanos.

La escasez de medios humanos en la Administración tributaria y la situación de crisis sanitaria y económica que se vive ?que dificulta la interlocución entre los órganos públicos y los ciudadanos y produce indefensión? deberían constituir argumento suficiente para evitar ocurrencias interpretativas innecesarias.

Son diversas las reflexiones que caben al respecto.

Primero, si los medios prácticos de que dispone el ciudadano para comunicar con la Administración y para oponerse en su caso a la actuación administrativa se encuentran especialmente limitados en este momento, toca a la Administración tributaria una especial prudencia y moderación en la aplicación del sistema tributario, evitando aventuras jurídicas ancladas en interpretaciones de las normas poco equilibradas. Una regularización tributaria inapropiada o una derivación de responsabilidad injusta pueden infligir tremendo daño a una empresa o un ciudadano.

Sirva como ejemplo de esa falta de razonabilidad administrativa, menos ocasional de lo que debería, la innecesaria puesta en cuestión por la AEAT de la deducibilidad de los intereses de demora exigidos al obligado tributario, cuando la misma Dirección General de Tributos se mostraba favorable a ello. Ha habido que esperar a que el Tribunal Supremo resuelva el absurdo conflicto en reciente sentencia 150/2021, de 8 de febrero, autorizando la deducibilidad.

Bajo esta misma idea, la Inspección viene practicando regularizaciones fuera de lugar en comprobaciones sociedad-socio. Después de regularizar durante años las situaciones tributarias más discutibles y agotado ese caladero, venimos asistiendo a actuaciones inmoderadas de la Inspección fiscal en dicho ámbito. Por ejemplo, cuando se lleva al IRPF del socio toda o casi toda la renta societaria en entidades que prestan servicios de carácter no personalísimo ?incluso cuando realizan actividades de compraventa? con medios acreditados distintos de los propios socios.  O cuando no se da valor alguno al reparto de dividendos previo a la llegada de la Inspección, reparto que supone una gravosa doble imposición y que rompe el argumento de uso del vehículo societario con la finalidad de remansar rentas para reducir la tributación (además, en estos casos la Administración tributaria suele ignorar el principio de regularización íntegra, sin devolver de oficio lo ingresado por los dividendos ?en exceso según el propio criterio inspector?, y gira igualmente sanción). O cuando incluso se realizan ajustes contrarios a la técnica de la vinculación, entendiéndose veladamente que el parentesco justifica la imputación de la renta en el IRPF del socio. Todo ello es síntoma perverso de inercias administrativas más comprensibles en su momento, pero que se mantienen después a modo de recetario ciego, de manera excesiva e injusta.

Precisamente en el ámbito de las operaciones vinculadas se dispone de un indiscutible instrumento de conciliación, el “puerto seguro” del art. 18.6 de la Ley del Impuesto sobre Sociedades, que permite valorar con seguridad jurídica las retribuciones de los socios profesionales de una entidad en un mínimo del 75% del beneficio societario previo a su minoración en dichas retribuciones. ¿Por qué la Administración no recurre a ese refugio de seguridad jurídica? Bajo un inadecuado criterio administrativo sin fundamento, la Inspección mantiene que tal norma de valoración sólo puede ser aplicada por los contribuyentes (la sociedad y el socio o socios) cuando presentan sus declaraciones tributarias, pero no a raíz de una comprobación inspectora posterior. Absurdo. Se trata de una norma conciliatoria, que salva los importantes problemas prácticos de valoración con criterio de mercado de las prestaciones que un socio realiza para su sociedad, además en términos en general poco ventajosos para el obligado tributario (el 75% es un porcentaje elevado). ¿Y qué hace en cambio la Administración en esas “tierras de penumbra” valorativa, a falta de otra opción distinta del respeto a lo declarado por el contribuyente? Conducir todo o casi todo el beneficio societario al IRPF del socio, con argumentos alambicados, y más aún, aplicar sanción.

La alternativa al puerto seguro es el conflicto, la litigiosidad, con los costes que supone para ambas partes, de tiempos de comprobación, de demora del ingreso tributario que se produce en los casos de impugnación con suspensión de la deuda, de trato injusto de la empresa que finalmente obtiene reconocimiento de sus pretensiones, de pérdida de confianza del ciudadano en una Administración tributaria de actitud poco razonable. Y para lo que se propone, no se trata siquiera de aprovechar las vías genéricas para la conciliación judicial (cuando se ha alcanzado esa instancia) que ofrece el artículo 77 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa ?injustamente olvidado por todos, en perjuicio de todos?, sino de acudir a una medida expresamente diseñada en la Ley del Impuesto sobre Sociedades para evitar conflictos en materia de vinculación.

En suma, el privilegio de la ejecutividad de los actos administrativos, la crisis económica, las dificultades de comunicación con la Administración en tiempos de pandemia y los dilatadísimos tiempos de respuesta en la revisión de los actos administrativos, constituyen una tormenta perfecta para el obligado tributario y sitúan potencialmente a ciertas prácticas administrativas en el ámbito del abuso de derecho y de la responsabilidad patrimonial de la Administración. Con esas prácticas no se olvide que también pierden los intereses generales, al perjudicarse la legitimidad de la actuación administrativa y la confianza de los ciudadanos en los poderes públicos.

Sólo desde el respeto del principio de buena administración y el empleo de técnicas conciliatorias, muchas veces ofrecidas por la propia ley, puede avanzarse hacia una correcta relación jurídico-tributaria, además en escenarios de I win, You win.

 

Salvador Ruiz Gallud
Socio Director Área fiscal

[1] También el artículo 3 de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público señala el respeto que deben las Administraciones Públicas al principio de buena fe y de confianza legítima. El trato imparcial y equitativo que merecen los ciudadanos europeos se recoge asimismo en el art. 41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

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